La niñez remonta al tiempo.
Volver a ella la mirada es revivir
momentos de juegos y despreocupación por el futuro, cuando ese futuro aún no existe en la conciencia.
¿Alguna vez te has preguntado qué sentirías al dejar tu casa para siempre?
Se acurrucó debajo del cubrecama mientras se tapaba los oídos fuertemente en un intento vano de no escuchar los gritos ahogados de sus
padres, preguntándose si era posible simplemente desaparecer o alejarse de su vida familiar tan escandalosa como solitaria. Hablar cualquier cosa podía significar el inicio de una pelea. Mejor callar y estudiar en soledad, la excusa perfecta para no abrir la boca y por supuesto no meter la pata.
Una niña de 10 años en los años sesenta no podía irse de su casa, sin más.
No tenía dinero ni sabía dónde ir ni cómo. Había estado siempre muy controlada por sus padres, tampoco tenía amigas entonces. A esa edad solo sabía estudiar, hacer la compra en varios establecimientos y ayudar a limpiar la casa cuando podía. Y eso era bastante a menudo.
Muchas veces se preguntó cómo sus padres podían vivir así, sin quererse, odiándose, en una vida diaria de peleas unas veces; de no
hablarse, ni mirarse otras. Los días de gritos se volvían más grises y muy tristes, Ella se concentraba en sus tareas escolares con ahínco y se metía
trozos de algodón en los oídos, apretándoselos fuertemente. Era un tiempo de olvido y silencio que necesitaba.
Nunca olvidaría las caras infelices de sus padres.
Eran tiempos sin derechos, tiempos de imposiciones, tiempos de censuras, reproches y sumisión y Esperanza no entendía nada, ignoraba el
pasado y las injustas leyes de una dictadura bajo la que vivía.
En su casa nunca se habló de ello, ni de la guerra civil ni sus consecuencias, ni de las dos Españas, ni se ahondó en las preguntas de
Esperanza, cuando quería saber de la amargura en las caras de muchas mujeres. Ella no sabía del luto que llevaban por dentro y por fuera, por sus
muertos en cunetas.
Lloraba el gris donde se movía su existencia y respiraba el aciago aroma que desprendía. La ahogaba una visión borrosa de un tiempo en
blanco y negro.
Alguien le explicó que sus padres estaban condenados a vivir juntos, estaban casados por el juzgado y por la iglesia y eso era sagrado. Sagrado,
qué palabra. Qué injusto.
Tampoco se podían separar, si su madre se iba de casa se consideraba abandono del hogar, quizás hasta pudiera ser motivo para ir a la cárcel.
Además, ¿de qué iba a vivir sin el sueldo de su marido y dónde?, ¿adónde acudiría en un mundo, su mundo, regido y dominado por hombres? Nunca le darían un ápice de razón ni la ayudarían en nada. Las lágrimas de Esperanza empapaban su almohada en las noches sin tregua en su tristeza.
Esperanza iba a un colegio de monjas, estaba en el último curso de escolaridad, en junio tendría su certificado. Las monjas ya no podían
enseñarle nada más. En aquellos años solo estudiaban los hijos varones y ya su hermano llevaba cuatro años en el instituto para niños. Sus padres
decidieron que Esperanza al ser tan pequeña continuara un año más en el colegio de monjas y después se quedaría en casa para encargarse de su
limpieza, atender a su madre, enferma crónica desde hacía tiempo y vivir años de labores rutinarias, falta de ilusiones y ninguna alegría.
Y así un año tras otro, debería esperar que le saliera un novio trabajador y honrado que la quisiera para luego casarse y criar hijos. La vieja
historia del resto de mujeres de la posguerra civil, volvería a comenzar siendo ahora ella la protagonista de lo que siempre se repetía y justamente
lo que ella trataba de eludir con sus pocos medios o sería mejor decir, ninguno.
A Esperanza se le cayó la casa encima, esa pequeña casa donde vivían en la que ni siquiera podía esconderse para llorar su pena y aliviar su
desazón. En aquellos momentos tampoco entraba suficiente dinero en casa para pagar los estudios a dos hijos. Pensó que no podría soportar la vida solo estando en casa, sin ninguna escapatoria como ahora lo eran sus idas y venidas y su estancia en el colegio. Y sin embargo y pese a su
disconformidad con esa decisión, pensó aceptarla.
Aquel mes de junio entregó su boletín de notas a sus padres, sus notas eran excelentes. La llave para presentarse al examen de ingreso en el
Instituto de niñas y hacer valer lo que había aprendido en cinco años de estudios. La resignación no tenía cabida entre sus opciones.
Entre tanta frustración, su hermano mayor, terminado su cuarto año de Bachiller elemental, se negó en redondo a hacer la Reválida y continuar
con el Bachiller superior. Y ahí estaba Esperanza, oyéndolo la monumental pelea con sus padres, porque su hermano quería trabajar. Esta vez no se puso tapones de algodón para evitar los gritos que siempre la torturaban por dentro; esta vez era una oportunidad para ella; esta vez tenía que ser ella la que impusiera su voz sobre los gritos; esta vez tenía una batalla que ganar. El plazo de inscripción para el examen de ingreso se acababa. No podía fallar.
Comenzó su alegato con la voz entrecortada, por una vez respirando ilusión entre sus palabras. Hizo saber que si su hermano no seguía
estudiando, ella ya podría matricularse en el Instituto, sin querer entender lo que sus padres le replicaban: ella no estudiaría porque las mujeres no estudiaban.
Y fue así como en aquel junio de mil novecientos sesenta y cinco, diez años y cinco meses antes de la muerte del dictador, Esperanza
comenzó su colosal batalla particular contra algo tan cruel e injusto. Lloró y pataleó ante las continuas negativas, tanto y tan fuerte que rompió con sus pies los cordones y los duros zapatos de gorila que siempre llevaba y los lanzó al alto techo de su casa. Después calló la boca, secó sus lágrimas y se sonó la nariz; todos callaron y se hizo un silencio sepulcral.
Su padre se dirigió a ella y cara a cara le dijo:
— Está bien. Estudiarás.
— Con una condición -prosiguió- tendrás que aprobar todas las asignaturas trimestre a trimestre, curso a curso, año tras año. Y seguirás
estudiando mientras lo cumplas.
No hacía falta que dijera más. A la primera de cambio, el primer suspenso sería su sentencia. Y así lo sellaron con una dura mirada por parte
de su padre y la primera sonrisa de Esperanza, en mucho tiempo. Un tiempo que no podía perder y con sus únicos zapatos, ahora rotos, corrió
hasta el Instituto de las niñas para pedir un impreso de solicitud a las pruebas de ingreso al primer curso de Bachiller elemental.
Vinieron después tiempos de buscar, rebuscar y pedir prestados libros que debía leer y no se los podían comprar. Infinitas visitas a la
Biblioteca y tomar apuntes sin equivocarse un ápice. No podía dejar nada al azar.
¿Alguna vez te has preguntado qué siente una niña de 10 años ante semejante reto sobre sus pequeños hombros?
Esperanza tampoco quería saberlo.
Decidió y vivió el día a día embutida en su quehacer de estudiante. Cumpliría el compromiso adquirido.